El viento despeinaba las puntas de su cabello. La calle era larga y demasiado angosta. Caminaba presurosamente con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo un encarnado maletín de cuero. Su respiración se agitaba con cada paso. La gabardina era gruesa pero no lo suficiente para el frío de aquella noche. Un quisquilloso hilillo de sudor descendía desde el borde interno de su borsalino, mientras miraba sospechosamente hacia atrás con el rabillo del ojo. Una oscura silueta se delineó detrás de él. Apretó las manos marcando sus uñas en las palmas. Caminó aún más rápido al volver la mirada y recordó aquella primera vez que la muerte lo besó en los labios: “El humo del cigarrete dibujaba confusas letras en el espacio. Sentado junto a la ventana, con tristeza, miraba cómo las hojas se desprendían del árbol en el otoñal invierno de sus recuerdos…” Sacó la mano de su bolsillo y volvió a mirar hacia atrás, pero todavía seguía ahí, entonces, comenzó a trotar. Ahora su encarnado rostro hacía juego con el maletín. La cajetilla vacía de cigarretes golpeaba contra su pecho, marcando el compás de unos dilapidados latidos ya sin vida, incluso sin haber muerto. Sus manos sudaban, al igual que el resto de su cuerpo. Faltaban pocos metros para llegar a casa, sin embargo, el lóbrego callejón parecía alargarse hasta el infinito. Ya no miraba hacia atrás, solo corría, corría más rápido que el viento y que todas las cosas más veloces de este mundo. No obstante, la sombría figura seguía detrás de él, sin importar cuánto esfuerzo hiciera.
El borsalino se le zafó de la cabeza y voló como un murciélago hasta posarse en una de las barandas donde colgaban la ropa, y mientras el hombre lo veía, cayó nuevamente sumido en sus recuerdos: “El cigarrete, a medio camino, descansaba en el borde de la mesa, mientras la ceniza ya fría se arrellanó en el cenicero. El árbol, ya sin hojas, moría lentamente…” Un tropezón lo hizo volver en sí. El hombre del maletín se excitó al ver las luces de su casa en medio de aquel penumbroso lugar. Tomó las llaves mientras seguía corriendo, separó la correcta de las demás y se detuvo violentamente. Abrió la puerta, entró y se encerró. Se dejó caer sobre el suelo, se acostó contra la puerta y rió a carcajadas. Toda la pesadez que había sentido minutos antes, súbitamente desapareció. Sin embargo, tan solo fue un efímero sentimiento.
Un sobre negro se deslizó por debajo de la puerta, chocó con su mano izquierda y al mirarlo, el último recuerdo de su vida se incrustó en su pensamiento: “El final del cigarrete fue tirado en el cenicero, y el escueto árbol consumido fue por la nieve”. ¡así no apagues las luces, de esta noche no pasarás!, decía la carta.
Al día siguiente, un hombre amaneció muerto en la casa diez de la calle La Candelaria, en el centro de la ciudad, con una carta negra sobre su pecho que decía: no confíes ni en tu propia sombra…
Omar David Herrera Salamanca
Nació el 27 de noviembre de 1999 en Bogotá. Fue criado por chimpancés hasta que cumplió tres años, pues al día siguiente, un par de cazadores furtivos lo secuestraron y lo encerraron en una biblioteca. Aprendió a leer, creció, se instruyó, se desarrolló, escribió cuentos, un par de crónicas para el libro “Bitácora de la memoria”, y también poesía cuando lo picó el bicho raro de la lírica; se graduó del colegio Cartagena, donde unos de sus dos mejores profesores y amigos le abrieron las puertas al mundo de la literatura, mientras que el segundo se convirtió en su maestro de escritura y corrector de estilo. Piensa escribir novelas, compartir las historias que él conoce y mover los corazones de los lectores. Está en segundo semestre de Lengua Castellana en la universidad Distrital, asiste a la Escuela de Literatura de la casa de la cultura de Facatativá, estudia en el taller de escritura creativa de Idartes en Bogotá, está aprendiendo a escribir, pero sabe que esto le tomará toda la vida.
buen ralato
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Gracias Pippo por leer, es el talento manifiesto de los colegas.
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