Por: Omar David Herrera Salamanca

Mientras entretejía este relato bajo las sombras débiles de mis recuerdos, pensé, para empezar, por contarles cuántos años literarios tenía; sin embargo, mi principal problema era que nunca los había calculado. Así que me di a la tarea de escarbar en el baúl de mis memorias, rasguñar hasta el fondo en esa búsqueda casi insondable, recordar cada imagen de mis aventuras y vivencias, desempolvarla, convertirla en letras y plasmarla en este escrito. Este fue el resultado.
El pasaporte me fue dado siendo apenas un novato en cuestiones marítimas; su nombre: Las aventuras del capitán Hatteras. Mi maleta, llena de telarañas bajo la cama se tragó mi único par de camisas y pantalones que tenía y me embarqué a conquistar el Polo Norte de la mano del doctor Clawbonny. El hielo, las galletas y el pescado fueron nuestro pan cada día. Tal vez unos tres años duró mi aventura, teniendo la suerte de volver con vida y con unas ganas incontrolables de navegar en las líneas y los párrafos de otro libro. Entonces decidí viajar al centro de la tierra, descender por un volcán y conocer un nuevo mundo plagado de antediluvianos. Cinco años cumplí.

Para mi sexto año me convertí en bombero luego de recibir un nuevo pasaporte: Fahrenheit 451. Quemé libros, de lo cual me arrepiento, a menos que haya quemado algunos de Cohelo. Fui perseguido por policías y por una bestia mecánica hasta que me encontré con un grupo de viejos eruditos, y de esta manera cumplí siete años. Luego, con 1984, me convertí en un hombre aún más oprimido por el sistema, con dolores en el cuerpo y en el alma, vigilado por el Gran Hermano con delgadas tele pantallas y transformado en un adorador leal del partido.

A mis diez años robé un tren en la Inglaterra de 1950 al leer: El gran robo del tren. Vi la precaria condición en que vivían hace setenta años y me di cuenta que es la situación en la que está sumida Colombia en estos tiempos de RETRASO, escrito con letras mayúsculas. Completé quince al viajar en el tiempo y vivir el Bogotazo en carne propia, al leer Al pueblo nunca le toca. Luego vino la Metamorfosis y Hamlet, consiguiendo con estos otro año más de vida literaria. En la vuelta al mundo en ochenta días viajé en tren, globo, carroza y hasta en elefante. Conocí Europa leyendo La piel de zapa de Honorato de Balzac, viví la segunda guerra mundial al leer El paladín de Bryan Garfield, y con este completé, tal vez, unos veintidós años.
Cansado de ver tantos muertos, decidí sumergirme en el agua y viajar veinte mil leguas bajo el mar, en el primer submarino creado por el mismísimo capitán Nemo. En esta travesía encontré animales extraños a mi vista, perlas avaluadas en millones, odio por la sociedad y la naturaleza humana, que busca cada día despellejarse a sí misma. En ese momento de reflexión, saqué de mi baúl una pequeña y sucia imagen: Los caballos parlantes de Los viajes de Gulliver, sociedad organizada y extremadamente avanzada a la nuestra. Me perdí en una isla misteriosa, donde encontré a un capitán Nemo viejo y agotado. Para ese entonces tenía tal vez treinta y dos años.

En el efímero mundo de los olores, acompañé a Jean Baptiste Grenouille en el asesinato de más de veinticinco mujeres, al encontrar el pasaporte titulado: El perfume. Robé con Robin Hood para darle a los pobres, luchando por mis ideales de igualdad social. Viajé a otra isla que contenía un tesoro, me perdí en las selvas colombianas en La vorágine y fui Ulises en la Odisea. Cumplí cincuenta y tres años.

Me volví niño con Tom Sawyer, pinté cercas de madera, mentí cuando estuve en apuros, nadé en el río Mississippi e hice travesuras como todos. Cumplí doscientos cincuenta ocho años de soledad con Gabito, en los cuales vi la belleza de Remedios, La Bella, la ceguera de Úrsula Iguarán en la que veía mejor que yo, vi las mariposas amarillas, el tren con los tres mil muertos, los diecisiete hijos del coronel Aureliano Buendía, la fuerza del viejo Arcadio para derribar animales de las orejas y el último Buendía con su colita de cerdo enrollada, dormí bajo el sol aplastante de La siesta del martes y después de esto alcancé más de trescientos años.

Aquella vez, la noche se dibujó en mi ventana y aún no había terminado. Sin embargo, con lo anterior, he hecho un bosquejo de mi edad, con lo cual me doy cuenta que soy una tortuga literaria, no por la lentitud al leer, sino por la edad que he logrado calcular. En estos tiempos he viajado desde la comodidad de mi casa con los pasaportes que tengo organizados en mi biblioteca; Estos son la evidencia física de mis aventuras, pero los recuerdos en mi cabeza aquí plasmados, como lo decía Jonathan Culler, son mi capital intelectual, los cuales me han enriquecido grandemente; tanto así que, ahora soy un arquitecto de imágenes literarias en la mente, con la cual creo historias para cambiar a las personas, y junto con ellas, transformar el mundo.
