
Los artilugios de Tesla llegaron cierto día como demonios a corromper la santidad de mis velas, allí en aquel enclave medieval en medio de los ásperos Alpes. Maravillaban y asustaban a la vez, esos gentlemans vestidos a la inglesa que como circo itinerante llegaron en un invierno inusual de agosto a usurpar la solemnidad de las noches con sus hechizos. – ¡Pretendían hacer brillar las mismas estrellas dentro de una botella, una total locura que rayaba con la herejía!-.
Solo tenían una perversa intención, robarle el reinado a mis esbeltas velas que por siglos dieron la lumbre necesaria y acompañaban un poco la soledad de las oscuras noches. Ocurrió al fin, la peste de luces infernales se fue apoderando primero de los cándidos faroles de las calles y los parques, arrojando a los fosos mis esculturas de parafina para reemplazarlas con insípidos tubos de luz mortesina con tentáculos negros que trepaban los árboles buscando corromper al mismo horizonte, pues surcaban las calles como inmensas serpientes del mismo Averno.
Lo impensable también ocurrió, casa por casa fue inundada por globos de arena fundida que desterraron para siempre mis pedacitos de fuego, ellos incorruptibles viven ahora exiliados en la morada dónde les sigo dando vida, a espera que la efímera tormenta se apague y vuelvan a habitar inermes sus antiguos dominios. Nunca ocurrió…mientras estuve vivo, pero aún espero ya los siglos aquí no son tan largos.
Christopher Cástibar, derechos reservados