
Se niegan a desfallecer los muros de barro, aún quieren seguir batallando con los fríos abrazos del aire y el paso erosionante de los días que corren sin tregua. Aunque la tierra reciba sus despojos y la hierba colonice sus entrañas, aún la nostalgia dulzona de su recalcitrante osadía de seguir en pie, le hace seguir adornando la vereda con su atuendo de antaño.

Aún habitantes melancólicos se aguardan al amparo de las paredes centenarias. Se rehúsan a abandonar lo que el tiempo alguna vez les dió, un nido de bareque dónde se cultivaron docenas de generaciones. Sus cuerpos encanecidos van retornando al polvo al mismo ritmo de su habitáculo que se descascara al ritmo de los días.

Al fin se funden los ladrillos con la tierra que los engendró, el hombre ermitaño deja su huella esbelta entre el abrigo de los colosos de savia. Una escultura en medio de la exuberancia vegetal, recuerdo tangible de un ayer desconocido. Corona la colina la casita vieja dónde hoy no juega la infancia del siglo pasado, solo le habita la serenidad de las briznas y el silencio del bullicio de la fauna.
Fotografía: Getsaí Salvatierra Texto: Christopher Cástibar
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