
Tras las sombras diezmadas por la luz de la verdadera enseñanza, batallas de fe iban dejando regado los campos con la sangre de sus mártires. Las buenas nuevas como el ave fénix parecían a veces fallecer, pero regresaban cada vez con más fulgor, extendiéndose como una marea incontenible.
Furioso el amo de las tinieblas, con la nostalgia de los tiempos de antaño cuando lo mismo que ofreció al Hijo del Hombre en el desierto, lo dió a los mortales en bandeja de plata. Volvió a investir a los contradictores de la verdad de una potestad divina que no era de Dios.
Entre la mezquindad de los favorecidos, entre el lodazal de los poderosos, concedió el poder de manejar las masas como antaño los falsos sacerdotes asesinos de los mensajeros celestiales al que se haría llamar «Vicario de Cristo», artimaña para de nuevo desviar el camino de los justos. Siglo tras siglo acuñando poderes inimaginables en el mundo, el pontífice lideró la cruzada de aniquilar la sencillez y la humildad de la verdadera enseñanza.
El Vicario del caído aún hoy persiste, tratando de hacer vivir a un formalismo moribundo, una pompa en decadencia. Comprar la utopía de la redención de una iglesia corrompida que la historia le está pasando factura. El caído aún insiste y hace empoderar a lobos vestidos de ovejas con la falsa creencia, levantando imperios religiosos que tarde que temprano caerán como castillos de naipes, cuestión de tiempo, yo diría, para que el hombre al fin entienda que hay que retornar al origen, ese cielo que aún espera y que no está en lujosos templos sino en la simplicidad de la Creación.

Christopher Cástibar
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